domingo, 16 de mayo de 2010

Nacimiento de Casiel, por Cecilia y Pablo

Relato del parto de Cecilia (y Pablo), nacimiento de Casiel.
Por Cecilia Castrilli.

Una noche de diciembre gateaba, me arrastraba, me abrazaba a Pablo, bailaba tratando de resistir mejor el dolor más fuerte que había sentido hasta ese entonces. Estaba en pleno trabajo de parto, en el departamento de dos ambientes que todavía alquilamos en un cuarto piso. La noche anterior había dormido mal y poco en la casa de mis abuelos, porque había sido nochebuena. Las contracciones empezaron muy tímidamente la mañana de navidad, mientras charlaba con mi abuelo en la mesa de la cocina. Al ser tan regulares sospeché que se acercaba el momento para el cual supuestamente todavía no estábamos listos (la fecha probable de parto era el 7 de enero y todavía faltaban hacer algunas cosas en casa para que esté todo como yo quería). Mis hermanas habían dormido enfrente, en lo de mis tíos, así que desperté a Pablo, me crucé, desayuné un poquito más, y sentí en cada contracción la pequeña confirmación de que sí, había llegado el día. Llamaron un remisse y salimos para casa. En la parte trasera del Sierra gris las contracciones me molestaban un poquito más en cada semáforo, y me puse un poco mal por haber tenido que dormir en Ramos, y no haberle pedido a ningún tío, o que no se hayan ofrecido a llevarnos la noche anterior.
Mis hermanas se fueron a su casa a media cuadra de la nuestra, donde también estaban mi mamá y Marcelo (su esposo) que habían venido especialmente de El Bolsón. Nosotros no queríamos que nadie sepa que estábamos teniendo al bebé porque nos habían aconsejado eso, y nos parecía bien. Así la gente no se ponía nerviosa, no nos afectaba con sus preocupaciones, y no se volvían todos locos, especialmente si el trabajo de parto duraba más de un día. Así que dijimos que tenía contracciones, pero que probablemente eran las mismas que había estado teniendo los días anteriores, supuestamente causadas por un útero sensible y una portadora que no se quedaba quieta un instante.
Estuvimos toda la tarde controlando la intermitencia de las contracciones y su duración. Pablo anotaba, restaba y sumaba, y yo me pasé la tarde repitiendo "otra" y "ya está". En un momento yo estaba en la bañera y para escucharme mientras daba vuelta la casa hizo una especie de gong con un bol de metal y mi peine rosa.

Al llegar a casa e intuyendo un aumento progresivo de la intensidad de las contracciones y por lo tanto la necesidad creciente de que yo no piense ni me preocupe por nada más que parir, le había hecho a Pablo una lista de lo que tenía que hacer. Algunos ítems eran:
- Poner todo lo del parto en estantes del mueble del comedor (material descartable, agua oxigenada, el brochecito para el cordón de bebé, telas limpias de algodón y demás elementos que figuraban en la lista que nos había dado la partera).
- Mover la cama a la pared del espejo y la mesa a la pared de las estanterías.
- Barrer.
- Lavar bien la bañera.
- Pedir helado (los gustos detallados).
- FILMAR.

Después de un par de horas de medir contracciones, en las que Pablo cambió todos los muebles del comedor (parecía el demonio de Tasmania después de tomarse una bebida energizante), llamó a la partera y le contó como iba todo. Ella dijo que esas contracciones eran imposibles, que no podían durar tanto y ser de trabajo de parto, o algo así. Y que iba a pasar por casa la obstetra, pero que no controlemos más o nos íbamos a volver locos.

Dos horas y media más tarde llegó la obstetra, me hizo un tacto, y me dijo que había muy poca dilatación, que las contracciones no eran de trabajo de parto, y que de todas formas le parecía que se iba a desencadenar el parto pero que venía para largo, que tal vez empezaba a la noche o al día siguiente. Nos habían dicho que durante las contracciones de trabajo de parto la parturienta prácticamente no podía hablar, y que así se daban cuenta hasta por teléfono de cómo venía la mano. Yo le decía a la obstetra "ahora estoy teniendo una, y ¿ves? estoy hablando. Pero no es débil, no sé". Nos dijo que la llamemos cuando las contracciones empezaran a ser bien fuertes y se fue.

Ya eran casi las ocho de la noche y le pedí por mensajito a mi mamá que compre té de melisa (relajante), que es lo único que faltaba de la lista de la partera. Recordemos que era navidad (se me complicaba que la gente no se entere de nuestra situación, dado que teníamos que ir a visitar familiares), por lo que mi mamá estuvo horas dando vueltas con su cuñada por la ciudad festiva recorriendo farmacias para comprarme el té. Y en una de esas vueltas las chocaron levemente. Después de todo esto le acercaron a Pablo a la puerta del edificio una caja de té de mezcla de hierbas sedantes que consiguieron en el supermercado, y algunas botellas de Gatorade.
En Ramos Mejía todos estaban preocupados por cómo me había ido, así que llamé y les dije que las contracciones no eran de trabajo de parto (como me había dicho la obstetra). Mi papá llamó más tarde y traté de hablar sin que se note, aunque le conté que tenía algunas contracciones leves. Después de todo eso no hubo más interacciones sociales.

Una hora después de la visita de la obstetra las contracciones eran más fuertes, y a eso de las once de la noche empezaron a ser bien fuertes. Las toleraba en silencio, preferentemente en el piso acolchado con una frazadota, en cuatro patas, reptando o arrodillada. Pablo pasaba de vez en cuando a abrazarme o acariciarme, y no me hablaba porque sabía que no sería productivo.
En un momento le pedí, semi-gruñendo: "haceme acordar que esto duele como la mierda". Me habían dicho que las mujeres, después de parir, liberan una sustancia que entre otras cosas las hace olvidarse del dolor, y no quería que me pase eso.
Nunca pensé que algo me podía doler tanto. Era intolerable. Llegó un punto en el que en cada contracción decía "no puedo, no, no, no, no, no puedo", y hasta fantaseé con una cesárea (pero no se lo dije a nadie). Supuestamente no quería ser negativa y quería que el dolor me atraviese -como dicen-, y cumpla su función sin yo centrarme en él, pero salían tantos nos y nopuedos de mi boca como me lo permitía el aire entre mis cuerdas vocales. En realidad creo que ese inevitable centrarme en el dolor también me ayudó a no pensar, mi mayor obstáculo frente a situaciones tan físicas, animales e instintivas.

Después de las doce de la noche sentí la necesidad de mover las caderas. Literalmente. Estaba en la habitación, bailando. Hembra semidesnuda entonando algún cántico ancestral desplazando su eje y su peso de una a otra planta del pie; pero se me cansaban las piernas, y bailaba en cuatro patas sobre la cama, gimiendo y moviendo columna y cadera.
Pablo, muy acertado, puso el único disco que escuchamos esa noche: Cuerpo y Alma, de Pedro Aznar. Fue gracioso durante el tema que dice muchos aaaaay, ayyyyaaaaaayyyy; yo me lamentaba junto a la música.
También estuve bailando/meciéndome en el baño, y Pablo se acercó a bailar conmigo. Está bellamente filmado, porque la cámara estaba en un trípode. Le dije a Pablo "se encajó", porque sentía algo distinto después de tanto mover los huesos.
Me empecé a cansar. A cansar del dolor constante en su vaivén.
Volví al comedor y me dolía muchísimo, demasiado. Pensé que no podía, pensé que no quería, pensé que era imposible que pase de esa noche. Se me hacía increíble una realidad sin tanto dolor, no me acordaba cómo era la normalidad. En cada oleada de dolor sufría, y en los intermedios mientras menos me movía y mientras menos me hablaban o hablaba, mientras menos pensaba, mejor era. Al pensar o racionalizar una corta frase de Pablo venía inmediatamente otra contracción, como si el cuerpo me dijese "¡basta! esto es lo que importa". Era como un castigo por pensar.
Al mismo tiempo me sentía muy valiente, especial, firme, independiente, fuerte. Yo sabía que estaba todo bien, que esa iba a ser la noche más importante de nuestras vidas hasta ese momento, que estaba haciendo algo grandioso. No es que me lamentaba apichonada, sino que sentía un dolor inexplicable pero también lo aceptaba como parte de algo maravilloso, aunque era casi imposible de sobrellevar.
Me habían dicho que la noche venía larga, que tal vez nacía al día siguiente, así que me hice la boluda y evité llamar a las parteras el mayor tiempo posible. En parte para no molestarlas a la noche -soy así de tonta- y en parte porque no podía tolerar intervención alguna. Me sentía físicamente incapaz de estirarme en una cama para que me hagan un tacto. No quería escuchar a nadie, no quería la presencia de nadie más que Pablo. Entonces lo demoramos un poco, en acuerdo tácito.

Una vez en el piso del comedor, trataba de buscar posiciones donde no me duela tanto. Escuché a Pablo llenar la bañera, y el sonido de un polvo cayendo en el agua. Qué lindo, me está preparando un baño con sales, pensé. Y me puse la meta del baño para bancarme las contracciones esos siguientes minutos. Pero el baño no llegaba. Y de pronto lo vi pasar a Pablo hacia el lavadero y poner algo a centrifugar. Lo llamé desde mi posición cuadrúpeda, le agarré los pelos de la nuca con mi puño derecho, y le dije con mi mejor tono de asesina en un gruñido "¿qué estás lavando, hijo de puta?". Parece que se había puesto a lavar y desinfectar la cortina del baño para usar de protección plástica del piso, para que sea todo más higiénico. Yo había comprado una en un todo por dos pesos pero no la encontró, y decidió usar la parte linda de tela de la cortina que nos había regalado su mamá -no el protector. No lo reté ni nada parecido, pobre. Después de esa pregunta tan sacada volví a lo mío.

Me dieron ganas de ir al baño, lo cual me pareció normal ya que me habían dicho que el cuerpo tiende a evacuar todo unas horas antes de parir. Fui pero no pasaba nada. También me habían dicho que es común sentir ganas de ir al baño en el período expulsivo.
Empecé a tener pérdidas de sangre bastante constantes. Como el volumen de la pérdida no era dentro de la normalidad que nos habían explicado, Pablo llamó a la obstetra. Eran las 2 o 2:30 de la madrugada. Me acuerdo que yo acotaba cosas a lo que decía Pablo, por lo que seguía siendo capaz de hablar de lo más bien y estaba atenta a la llamada. Al notar esto a la obstetra (nos comentaría después) le pareció que faltaba mucho, pero decidió ir a vernos por el tema de las pérdidas.

Después de un rato de sumergirme cada vez más en el trance oscilante del parto, y no poder creer tanto dolor, me di cuenta de que hacer fuerza me aliviaba, especialmente en cuatro patas o casi acostada boca abajo, en el piso del comedor. Parece que eso es pujar.
En parte estoy segura de que al saber que la obstetra estaba en camino ya me decidí a pujar, y también en parte por mi conciencia de no poder tolerar la presencia de otra persona y que me hagan hablar, escuchar, pensar, o moverme de determinada forma, me entregué todavía más de lleno (si eso es posible) al proceso.
Además de los dolores inconfundibles de las contracciones me dolían las piernas, estaban agotadas. Mis piernitas, pensaba.
Volví a ir al baño, a sentarme en el inodoro casi desnuda. Pablo estaba conmigo, en calzoncillos y acuclillado frente a mí, dándome las manos, acariciándome las piernas, la cara, el pelo. Yo miraba al vacío y tenía la mandíbula cerrada pero labios separados, abiertos. Era consciente de la cara de loca que debería tener.
Hacía fuerza en cada contracción, a veces levantando la pelvis, con la cabeza contra la pared atrás del inodoro y apoyada en mis pies, casi formando un arco con mi cuerpo. Tanta fuerza hacía. En una de esas muy fuerte, con exclamación incluida, rompí la bolsa de aguas. Lo empapé a Pablo de la cintura para abajo, y salpiqué todo. Pablo decía "está bien, rompiste bolsa, no pasa nada", no sé si para tranquilizarme a mí o a él. Yo no necesitaba palabras, al contrario. Esa fue una de las pocas frases que se pronunciaron en ese período. Nos comunicábamos sin hablar. Él usaba su mirada y sus caricias, yo usaba golpecitos, pellizcones, rasguños, gritos, gemidos, gruñidos, caras.
Pablo hacía lo que podía para darme apoyo físico (es muy, muy fuerte, y aprovechamos eso al máximo esa noche), patinándose en el charco de líquido amniótico. Dicen que es como la gelatina justo antes de solidificarse, así que imagínense.
Sentí un poco de alivio al romperse la bolsa, tanto físico como -seguramente- mental. La bañera se estaba llenando para que me de un baño y así relajarme un poco, o al menos cambiar un poco el ambiente, ya que supuestamente la noche venía para largo.
Yo seguía haciendo muchísima fuerza en las contracciones, de forma salvaje. No era como antes que bailaba, me estiraba, rodaba, me mecía o hacía fuerza conscientemente. Era salvaje, la fuerza nacía en otro lado, acompañada por un grito que venía desde mi panza, pasando por el pecho y casi salteando mis cuerdas vocales. Me sentía conectada con algo grandioso, con la totalidad (no la esencia: la totalidad) de mi ser. No, no me sentía conectada con la totalidad de mi ser. Era la totalidad de mi ser.
Yo permanecía en el inodoro, y Pablo me decía una frase que no recuerdo pero demostraba cierto miedito de que haga tanta fuerza ahí sentada.
Pablo en un momento amagó a incorporarse para cerrar la canilla de la bañera, que estaba por rebalsar. Le pegué un puñetazo seco en el hombro izquierdo, de arriba hacia abajo, y bajó de nuevo a acompañarme. Yo no podía tolerar ningún cambio, ni siquiera que él dé un paso hacia la bañera. Después de un ratito él decía "va a rebalsar" bien bajito, y se lo veía preocupado. Yo veía de reojo y sabía que faltaba un poco, aunque sea un minuto más. Y no me importaba que rebalse. Se podía dar vuelta todo el mundo a nuestro alrededor que lo único que quería, sentía y necesitaba era hacer fuerza en ese abrazo con Pablo.
Pero él lo veía desde el punto de vista práctico: sangre + líquido amniótico + agua de la bañera + mujer embarazada haciendo fuerza salvajemente apoyándose en su hombre = alto riesgo de caídas.
Entonces de pronto se convirtió en Flash Gordon y cerró la canilla sin que casi me de cuenta y casi sin soltarme. Yo pensaba que no le íbamos a poder abrir a Alejandra, la obstetra, y trataba de encontrar alguna solución, pero ni siquiera podía dejar a Pablo buscar el celular.

En un momento no sé por qué se me ocurrió llevar la mano a mis genitales, por primera vez en la noche. No me di cuenta automáticamente pero ahí hay algo que no es mío, pensé. Podía sentir la cabecita de Casiel. Apenas me di cuenta se me alivió muchísimo el dolor, y bajé del inodoro: puse la rodilla izquierda y el pie derecho sobre el piso, y en esa posición -que me dijeron después es la posición para parir más primitiva de la que se tiene registro- hice mucha fuerza con el mismo sonido abismal de antes pero ya con vibración de cuerdas vocales incluida. Supongo que es cierto que no hay que hacer fuerza sin contracción, porque no pasó nada. Pasaron unos segundos y lo hice de nuevo, esta vez funcionando. Salió la cabeza de Casiel (junto a mis gritos y alivio y felicidad), que recibí con una mano. Luego, en menos de un respiro los hombritos y el resto del cuerpo, que sostuve con la otra mano. Pablo estaba a mi costado: era una red protectora (que yo sentía fuertísima e inquebrantable) que con un brazo me sostenía fuertemente y con la mano abierta debajo mío cuidaba que no se caiga el bebé.


Casiel salió perfecto y hermoso, emitió unos quejiditos en seguidísima mientras lo levantaba hacia mí para conocerlo y abrazarlo tan emocionada que sentía algo así como amor en oleadas desde mi pecho. Los dos nos quedamos unos instantes extasiados y embobados mirándolo.
Después de verlo, abrazarnos los tres y observar que el bebé estaba bien y que tenía pitito me senté sobre mis piernas flexionadas, y le fui pidiendo muy suavecito a Pablo que le traiga la mantita de algodón a Casiel para abrigarlo, que ponga la filmadora, que me ate el pelo y que me saque el corpiño. Esto último se complicó un poquito porque todavía estaba el cordón uniendo a Casiel con la placenta en mi interior. Casiel se chupaba el dedo entonces le di un poquito de teta ahí en el baño. En seguida Pablo me llevó al piso del comedor con Casiel en brazos y llamó a la obstetra, extático.

-Hola, Ale, ya nació... ¡ya nació! lo tenemos en brazos, acá… ¿estás en la puerta? estoy bajando a buscarte.

Me dijo que Alejandra estaba abajo, que ya venía. Bajó corriendo descalzo dejando huellas de sangre en las baldosas beige de las escaleras (lindo panorama se deben haber imaginado los vecinos, con mis gritos y esa evidencia). La cámara me enfoca todo ese tiempo sola con Casiel en el comedor, y es muy lindo.
La obstetra le dijo a Pablo que cierre la ventana, y bajó las luces. Casiel instantáneamente abrió sus enormes pero hinchados ojitos y los enfocó en los míos, para no separarlos más de mí hasta dormirse. Alejandra me controló, lo miró a Casiel, cortaron el cordón con Pablo, y sacó la placenta, que ya estaba en el canal vaginal.
Después de limpiarme un poco me llevaron a la cama, donde ella me hizo un par de puntos en un pequeño desgarro. Pablo apenas pudo le dijo que ya volvía, fue a la cama del comedor y se desplomó de costado, un poco por impresión, otro por la intensidad de lo vivido, y mucho por cansancios de todo tipo.
Pablo estuvo impresionante, compuso un despliegue tal de agilidad, fuerza, contención, cuidado, estabilidad, atención, paciencia y amor que logró lo que sentí como la perfección.
Casiel nunca fue separado de mis brazos. Se prendió en seguida muy bien a la teta, y yo comí unas uvas en la cama. Luego ambos descansamos un poco, mientras Pablo y Alejandra limpiaban (ella se quedó a observarme unas horas), y tomaban un café en el comedor. El té de hierbas nunca lo tomamos. El Gatorade sí.

Casiel nació a las 4:00 AM del miércoles 26 de diciembre de 2007.

A las 7:50, justo después de que se haya ido Alejandra, decidimos llamar a mi mamá y mis hermanas, antes de dormir. Se bañaron, caminaron cien metros y lo conocieron emocionadísimas. Después también lo conoció Marcelo. Por último llamamos al resto de los abuelos y tíos de Casiel, desconectamos todos los teléfonos y dormimos los tres. Unas horas después se presentó el neonatólogo a hacerle un primer control a Casiel, y lo encontró perfecto.


Es cierto lo que dicen: esa noche fue la noche en la que me encontré con mi verdadera fuerza, con mi poder. En la que fui y supe. En la que el tiempo no existió, el espacio se relativizó, y entendí sin entender. En la que me desnudé, aunque suene cliché, en cuerpo y alma, como el disco de Aznar. Pablo, Casiel y yo éramos todo, éramos uno, éramos poder.
Ya nada va a ser igual en mí, por suerte. Sentí. Entendí. Fui. Soy.

1 comentario:

  1. Hermaosa historia, Ceci...tan intensa!! la verdad que fue un nacimiento hermoso, donde no falto el amor y la contencion!!
    un abrazo grande!

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